Lola S. Almendros, Universidad de Salamanca
En los últimos veinte años, la influencia de las tecnologías de la información y la comunicación en nuestra forma de vida ha crecido de manera exponencial. El uso de dispositivos como smartphones, smartwatches, tablets, etc. ha permitido el acceso a internet desde cualquier lugar y en todo momento. Además, las diversas aplicaciones, plataformas y redes sociales han añadido una dimensión social a este uso, lo que ha aumentado la conexión e interacción entre las personas.
Todo esto ha sido posible gracias a los avances en telecomunicaciones e informática. Pero lo más relevante es cómo se ha visto trastocada la manera en que se entiende la información y, sobre todo, cómo puede usarse para generar valor social, económico, político…
El uso de las tecnologías digitales desde finales del siglo XX complementó, e incluso cambió, algunas formas de relacionarnos con las cosas, con otras personas y hasta con nosotros mismos. Pero no lo hizo de una manera radical. Piensen, por ejemplo, en un reloj digital, un reproductor de DVD, un teléfono móvil o un walkman.
En las dos últimas décadas, el cambio sí ha sido notable. Cada vez es más difícil diferenciar lo online y lo offline, lo artificial y lo natural, lo humano y lo algorítmico. Esta circunstancia también ha influido en nuestra forma de entender el mundo, cómo nos relacionamos y qué somos capaces de hacer e incluso imaginar. El filósofo Luciano Floridi ha definido este modo de vida marcado por la simbiosis entre lo físico y lo tecnológico, lo online y lo offline, como vida onlife. Sus primeros habitantes autóctonos son los más jóvenes. Ahora bien, ¿qué supone esta forma de vida?
Aristóteles ya definió a las personas como seres sociales. Nuestro carácter social implica que nuestras identidades se configuran a partir de acciones, relaciones e interacciones con las personas y el mundo que nos rodean. Implementar las tecnologías de la información y la comunicación en nuestras relaciones sociales trae consigo, por tanto, nuevos modos de configurar nuestras identidades; o, lo que es lo mismo, nuevas creencias, capacidades, prácticas, valores y posibilidades.
Además, estas tecnologías posibilitan la conversión de todas las facetas de nuestra vida en información. Piénsese por un momento en un reloj inteligente. Este tipo de aparatos traducen en datos aspectos como el gasto calórico, la frecuencia cardíaca… pero también la recepción de llamadas y mensajes, o la gestión de nuestras agendas. Si atendemos a cada una de las aplicaciones, plataformas, redes sociales y dispositivos que utilizamos, ¿qué faceta de nuestra vida queda al margen? Nuestra vida se ha informatizado, y eso nos convierte en tecnopersonas.
Declive de la salud mental
La velocidad de evolución e implementación y, muy especialmente, la disponibilidad y facilidad de uso de las tecnologías ha supuesto que estemos inmersos en una circunstancia que no terminamos de comprender. Estamos cómodos pero desorientados, sin un claro sistema de referencia sociocultural. Constantemente usamos tecnologías cuyo diseño desconocemos; se han modificado nuestros modos de relacionarnos, afectando a nuestras experiencias, las formas de hacer política. Así, las tecnopersonas se caracterizan, además de por vivir una vida informatizada, por sentirse extrañas.
Ese desasosiego también afecta a los tecnoadolescentes, a pesar de la naturalidad con la que conviven con las tecnologías. Incluso presentan problemas más acuciantes ante la pérdida del sistema de referencia sociocultural, pues se sitúan en una suerte de punto muerto en el que no parecen servirles las creencias, los valores ni la experiencia de quienes les preceden. Sin un pasado desde el que pensar el presente, es muy complicado imaginar un futuro. De ahí el alto nivel de incertidumbre, ansiedad y depresión que asola nuestras sociedades, y que viene acuciándose en niños y adolescentes en los últimos años, particularmente tras la pandemia.
El entretenimiento, el ocio y las relaciones sociales y afectivas a través de plataformas y redes sociales tienen importancia plena en el día a día de los adolescentes. Este protagonismo no es inocente, pues las prácticas que lleva asociadas inciden en cuestiones de alto calado como la percepción, qué se entiende por experiencia o los mecanismos de atención. Además, incitan a la sobreexposición de la intimidad, un afán por compartir aspectos positivos y un rechazo a los aspectos complicados y negativos de la vida.
Esto trastoca cuestiones relevantes como el valor de la privacidad o la capacidad para gestionar el fracaso y la frustración, facilitando la aceptación de la pérdida de libertades y generando un incremento de problemas de salud mental entre los más jóvenes.
El fracaso de las tecnoescuelas
En las últimas décadas, los desarrollos tecnológicos no se han recibido de un modo lo suficientemente crítico. La celebrada obsolescencia de la novedad constante, así como la tendencia a confiar en que la tecnología puede solucionar cualquier problema, nos predisponen a convertir todo problema en un problema tecnológico. Esto ha afectado particularmente a los sistemas educativos y políticos.
La implementación de herramientas tecnológicas en los modos de aprendizaje tiene efectos en la comprensión del mundo y en el desarrollo de capacidades cognitivas y relacionales. Cuestiones esenciales para el desarrollo mental, como la interacción física de los niños con su ambiente, se han visto perjudicadas. La comprensión de conceptos como la causalidad están asociadas a una concepción del espacio y el tiempo en términos lineales que es difícil comprender sin relacionarnos físicamente con el entorno.
Hacer un esquema conectando eventos según sus causas y efectos, con lápiz y papel, supone pensar estableciendo una relación en un espacio. Escribir a mano ordenando los conceptos en un espacio físico hace que la memoria fotográfica se active y desarrolle, facilitando rememorar y relacionar ideas en próximas ocasiones. Por el contrario, la plaga de tabletas en las escuelas dificulta el desarrollo cognitivo de los niños y adolescentes porque los desvincula de lo que somos: un cuerpo con un cerebro, no un cerebro en un cuerpo.
Luces y sombras de la autonomía
Otro gran hito de la informatización de la forma de vida es la facilidad de uso de las interfaces de los dispositivos, aplicaciones, plataformas y páginas web. Es común ver bebés manipulando teléfonos inteligentes con éxito. Quienes asisten a este espectáculo lo hacen con sorpresa y, frecuentemente, también con orgullo por la destreza de los pequeños. Sin embargo, si algo está al nivel de un bebé, más bien habría de generar preocupación.
Los jóvenes son los más familiarizados con el uso de interfaces porque las han usado desde pequeños y porque tienen más tiempo libre, que invierten en ellas. Ahora bien, la facilidad del uso de las interfaces supone un decremento en la necesidad de comprender las tecnologías que se utilizan. Y, si no comprendes las tecnologías, siempre vas a depender del diseño que hagan otros por ti.
La autonomía tecnológica es inviable en la actualidad, como viene denunciando Yuk Hui. Estamos ante tecnologías que no solo se usan, sino que definen nuestra forma de vida como tecnopersonas, y de forma más acusada como tecnoadolescentes. Dicha falta de autonomía se traduce irremediablemente en una falta de autonomía personal.
Ni el adulto medio ni, sobre todo, el de edad más avanzada están tan familiarizados con las tecnologías y las interfaces como lo están los jóvenes. Eso les lleva a valorar positivamente destrezas más superficiales, al tiempo que no tienen capacidad para controlar o asesorar sobre el uso de las tecnologías que hacen sus hijos, sobrinos y nietos. Datos como la corta edad a la que se accede a la pornografía sirven de indicadores de este problema.
De ahí que la formación con y sobre la tecnología no solo deba repensarse en las aulas, sino que es imperioso que se extienda entre los adultos. El imaginario optimista y solucionista ha encubierto responsabilidades sociales con las nuevas generaciones. Cuanto más tiempo tardemos en revertir esta circunstancia, más graves serán las consecuencias.
Una buena noticia
Pero hay una buena noticia: no es difícil acceder a un nivel de comprensión suficiente de las tecnologías, incluidas las más novedosas como las inteligencias artificiales generativas. Lo importante es que se potencie la divulgación, tanto académica como periodística. Hay suficientes herramientas, nos las aporta el propio ecosistema informacional en el que vivimos.
Las generaciones zeta, alfa y beta han nacido en un mundo ya definido por relaciones de poder donde no hay límites claros entre lo económico, lo político, lo social y lo tecnológico. Fenómenos como el activismo del clic, la política del tuit o que magnates tecnológicos ocupen cargos gubernamentales no resultan extraños. Los valores democráticos y socioliberales parecen difíciles de encajar en el mundo occidental actual y, para los jóvenes, no tienen el significado y la relevancia que tienen para las generaciones precedentes.
Para mantener y potenciar nuestros derechos y libertades es importante que los no tan jóvenes dejen de darse por salvados o por vencidos. Ese punto muerto en nuestro sistema de referencia sociocultural puede suponer infinitas posibilidades, tantas como jóvenes nos rodean. Solo hay que prestarles atención. Eso sí, para eso a veces sobran las pantallas.
Este artículo se publicó originalmente en la Revista Telos de la Fundación Telefónica, y forma parte de un número monográfico dedicado a la Generación Alfabeta.
Lola S. Almendros, Investigadora en el Instituto de Estudios de la Ciencia y la Tecnología, Universidad de Salamanca
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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Author: viajes24horas
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Fuente: republicadominicana24horas.net