Mariana Ramos Algarra, Universidad de La Sabana
La política electoral en Colombia está marcada por límites geográficos. Veredas donde las disidencias de las FARC imponen control, pueblos bajo el Clan del Golfo, la principal banda de narcotráfico del país, o municipios en los que la guerrilla del ELN regula la entrada y salida de candidatos.
En 2022, la Misión de Observación Electoral (MOE) identificó 319 municipios en riesgo. La situación no ha mejorado mucho en 2025. Su directora, Alejandra Barrios, alerta que, hoy por hoy, hay regiones del país “donde los candidatos no van a poder hacer campaña de manera libre”. Un condicionante para una democracia que, aunque formalmente estable, sigue en el alambre ante el imperio de las armas.
Magnicidios, atentados y secuestros
Esta no es una preocupación abstracta. Desde finales de los ochenta, ningún ciclo presidencial ha transcurrido completamente libre de atentados o asesinatos de candidatos. Los magnicidios de Jaime Pardo Leal (1987), Luis Carlos Galán (1989), Bernardo Jaramillo (1990), Carlos Pizarro (1990), Álvaro Gómez Hurtado (1995), hasta llegar al caso más reciente de Miguel Uribe Turbay (2025), nos muestran el trágico final de líderes que querían cambiar el país desde su visión.
A estos episodios se suman los atentados, secuestros y agresiones contra candidatos presidenciales y otros dirigentes políticos. La violencia marcó las campañas de 2002, 2006, 2014 y 2022, lo que demuestra su presencia recurrente en el escenario electoral.
El reciente atentado contra Uribe Turbay, quien falleció pocas semanas después de ser tiroteado, revela de nuevo la fragilidad de las garantías democráticas. Esta secuencia revive la persistencia de una lógica violenta, que convierte el ejercicio democrático en algo profundamente incierto y vulnerable.
La historia reciente confirma que la violencia política en Colombia no es un accidente electoral, sino la manifestación visible de tensiones más hondas que nunca se han resuelto y que llegan intactas al 2026. Identificarlas es fundamental, no solo para explicar por qué el pasado sigue repitiéndose, sino para anticipar qué hará de esta contienda un escenario especialmente vulnerable.
A la luz de este panorama, pueden trazarse cinco claves para entender las tensiones que marcarán las elecciones. Tanto las legislativas del próximo marzo como las presidenciales, cuya primera vuelta está prevista para el 31 de mayo de 2026:
1. Un marco incompleto tras el acuerdo de paz
El Acuerdo de Paz firmado en 2016 con las FARC significó un punto de inflexión en la historia reciente, pero no logró consolidar una política de Estado en materia de seguridad y control territorial.
La ausencia de una estrategia de seguridad sostenida permitió que múltiples y antiguos actores armados (ELN, disidencias de las FARC y grupos paramilitares, entre otros) expandieran su influencia, restableciendo formas de gobernanza paralela en regiones históricamente golpeadas por el conflicto.
La estrategia de la llamada “paz total”, aunque ambiciosa en su planteamiento de negociar simultáneamente con distintos grupos, no ha logrado contener la violencia ni desmontar los incentivos económicos que alimentan la guerra.
Por el contrario, la necesidad de decretar el “estado de conmoción interior” en regiones como el Catatumbo y el recrudecimiento de la violencia urbana y rural en departamentos como Arauca, Valle del Cauca y Cauca evidencia que, lejos de superarse, el conflicto ha mutado. De cara al 2026, la disputa electoral se moverá en un terreno desigual, donde las garantías de seguridad dependerán de dinámicas locales más que de una política nacional coherente.
En lugar de un fortalecimiento institucional uniforme, lo que se observa es una reconfiguración del conflicto. Este refleja los vacíos de poder estatal, que pierde presencia territorial y muestra la debilidad de la fuerza pública, según apunta el expresidente, Juan Manuel Santos.
2. Polarización y desconfianza institucional
La actual polarización no solo divide ideas; genera una desconfianza activa hacia instituciones clave. El propio presidente, Gustavo Petro, ha cuestionado públicamente la legitimidad de la Registraduría Nacional, lo que erosiona la credibilidad del árbitro electoral.
La desinformación se convierte en una herramienta política para desacreditar adversarios o sembrar dudas sobre el proceso electoral en contextos polarizados como el colombiano.
En este clima, la contienda del 2026 enfrenta un riesgo inédito: que el resultado no sea evaluado por los actores políticos en función de su legitimad democrática e institucional, sino de su conveniencia. Es decir, más que la competencia entre proyectos de país, el gran interrogante es si el perdedor reconocerá los resultados sin abrir la puerta a una nueva crisis de gobernabilidad.
3. El peso del narcotráfico y las economías ilegales
Las economías ilícitas dejaron de ser un fenómeno periférico. En regiones como el Catatumbo, Putumayo, Cauca, Nariño y Urabá antioqueño operan como poderes paralelos que condicionan la vida política y social.
La Misión de Observación Electoral (MOE) ha definido una matriz de riesgos, que establece amenazas clave para la participación política. Entre estos riesgos destaca la financiación ilegal de campañas, que distorsiona el proceso electoral y representa un factor indicativo de posible fraude en los comicios.
La inseguridad es otro de los peligros detectados por el MOE. Desde las elecciones de 2022, más de 300 municipios estuvieron en riesgo alto o extremo por la convergencia de actores armados y economías ilícitas.
Estos territorios funcionan aún como sistemas de gobernanza paralela. Las organizaciones criminales no solo financian su guerra mediante el narcotráfico, la minería ilegal o la extorsión, sino que condicionan la vida cotidiana y limitan la autonomía del voto en zonas rurales.
La novedad de cara a 2026 no radica únicamente en la persistencia de estos fenómenos, sino en su fragmentación. Ya no existe un bloque hegemónico como los cárteles de los noventa o el paramilitarismo de los 2000, sino múltiples redes criminales. Algunas tienen vínculos internacionales, por ejemplo, con los carteles mexicanos que convergen en los mismos territorios. Este reacomodo hace más difícil una respuesta estatal coherente y aumenta la incertidumbre sobre las garantías democráticas.
4. Fragmentación política y del electorado
El sistema político colombiano vive un proceso de atomización que intenta trascender la polarización tradicional entre izquierda y derecha. Para las presidenciales de 2026 se evidencia una amplia proliferación de aspirantes. La Registraduría ha contabilizado 69 comités promotores de firmas, que ya recolectan apoyos ciudadanos, muchos de ellos con perfiles independientes y alejados de los partidos tradicionales.
Figuras como Vicky Dávila, Abelardo de la Espriella y Juan Daniel Oviedo, entre otros, se proyectan como outsiders. Otras figuras políticas, como Claudia López, David Luna, Mauricio Lizcano, Daniel Palacios o Mauricio Cárdenas, se postulan como candidatos independientes sin vinculación a ningún partido político.
En este contexto, las consultas interpartidistas de marzo serán decisivas. Si no logran articular candidaturas únicas, la atomización se profundizará, dispersando el voto y debilitando la capacidad de construir mayorías.
Tanto el Centro Democrático como el Pacto Histórico han anunciado su intención de definir un candidato único en las próximas semanas, con el fin de evitar esa dispersión interna y fortalecer su proyección nacional de aquí a marzo. De no concretarse estos acuerdos, la fragmentación del electorado podría persistir. Este hecho profundiza la volatilidad del escenario electoral y anticipa mayores desafíos de gobernabilidad.
5. Retorno de la violencia contra candidatos
Desde la Constitución de 1991, Colombia no había presenciado el asesinato de un candidato presidencial en ejercicio. Hasta el atentado del pasado 7 de junio contra Miguel Uribe Turbay.
Este hecho rompió más de tres décadas de relativa protección a los aspirantes presidenciales y reabrió una herida que parecía cerrada. La violencia contra Uribe Turbay no solo evoca aquel pasado sangriento, sino que advierte sobre un presente en el que la competencia electoral vuelve a estar marcada por el riesgo físico, tanto para los aspirantes a la presidencia como para quienes buscan un escaño en el Congreso.
La amenaza sobre los candidatos plantea un desafío crítico para las elecciones de 2026. Si el Estado es incapaz de garantizar la seguridad de quienes aspiran a la presidencia y al Congreso, la legitimidad misma del proceso democrático queda conculcada.
Los comicios del próximo año pondrán a prueba, una vez más, la capacidad del Estado y de la sociedad colombiana para sostener una democracia que, aunque resistente, continúa vulnerable frente a antiguas y nuevas amenazas. El desenlace no solo definirá quién gobierne, sino si el país logra blindar su sistema democrático frente a la violencia, la fragmentación y la desconfianza que lo acechan.
Mariana Ramos Algarra, Asesora de procesos académicos de la Especialización en Derechos Humanos, Derecho Internacional Humanitario y Justicia Transicional y Profesora de la Facultad de Estudios Jurídicos, Políticos e Internacionales, Universidad de La Sabana, Universidad de La Sabana
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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