
Asamblea Legislativa Plurinacional/Jallallabolivia, CC BY-SA
Carmen Beatriz Fernández, Universidad de Navarra
El domingo 17, Bolivia votó sus elecciones presidenciales en primera vuelta y, al hacerlo, abrió una nueva etapa de su historia política. La jornada no solo evidenció sorpresas electorales, con un resultado ajustado que aboca a una segunda ronda el 19 octubre entre Rodrigo Paz y Tuto Quiroga, sino que sentó las bases de un cambio de ciclo, con una ciudadanía desencantada y un sistema partidista en mutación.
Las elecciones generales marcaron un punto de inflexión. Por un lado, porque el hasta ahora partido hegemónico, el Movimiento Al Socialismo (MAS), perdió el control del Parlamento tras dos décadas de dominio. Pero además, el voto popular expresó un rechazo contundente tanto al Gobierno de Luis Arce como a las maniobras de Evo Morales.
El referido cambio de ciclo político en el país andino se produce en medio de un malestar social que alcanza niveles récord. Según la consultora Ipsos-Ciesmori, el 94 % de los bolivianos cree que el país va por el camino equivocado (encuesta del tercer trimestre 2024).
Este desencanto se expresó de muchas formas en las urnas, pero una de ellas resulta particularmente reveladora: las cartas estaban echadas tras la enorme distancia entre la percepción ciudadana y la narrativa oficial.
Reconocer a Maduro supuso un lastre
La misma encuesta de Ipsos mostraba que un 84 % de los bolivianos rechaza el reconocimiento que dio el Gobierno de Arce a Nicolás Maduro como ganador de las elecciones venezolanas. Esa decisión política de alinearse con Caracas, impopular y cada vez más percibida como un lastre, contribuyó a socavar al oficialismo. El intento de blindarse en alianzas externas no funcionó en un contexto en el que la mayoría de la ciudadanía exigía soluciones concretas a problemas internos como la inflación, el estancamiento económico o la inseguridad.
La jornada electoral del domingo movilizó a casi ocho millones de bolivianos. El resultado de esta primera vuelta sorprendió porque se impuso con claridad Rodrigo Paz. El aspirante, hijo del expresidente Jaime Paz Zamora y de la española Carmen Pereira, ni siquiera aparecía en encuestas preliminares y tuvo nula inversión en publicidad digital.
Paz logró conectar con el malestar social y convertirse en un mensajero más fresco. Su campaña supo leer los signos de un cambio inevitable y, en un gesto audaz, cerró en El Alto, bastión tradicional del MAS. Ese acto simbólico parece haberle abierto las puertas a buena parte del voto indígena, históricamente determinante en Bolivia.
El oficialismo llegó dividido a la contienda. El candidato ungido, Andrónico Rodríguez, no solo cargaba con el desgaste del gobierno de Arce, sino también con la fractura interna del MAS. Evo Morales, en vez de apoyar a su exaliado, llamó al voto nulo. Su apuesta era mostrar que él seguía siendo el verdadero caudillo, incluso si eso significaba disparar contra su propio partido. Casi uno de cada siete bolivianos lo escuchó, con un voto nulo que llegó hasta el 18 %, cuando históricamente ha sido cercano al 5 %, lo cual muestra que Evo conserva cierta capacidad de influencia.
Sin embargo, esa decisión miope se convirtió un búmeran: redujo la representación parlamentaria de su movimiento a niveles ínfimos y dejó en entredicho su capacidad real de movilización.
El parteaguas de 2016
Este desenlace obliga a releer una historia que comenzó en 2016, cuando Evo Morales perdió un referéndum popular que buscaba modificar la Constitución para permitirle un cuarto período de gobierno. Entonces aún tenía alrededor del 60 % de aprobación, pero muchos de sus propios simpatizantes coincidían en que no era correcto cambiar las reglas por el deseo de dos dirigentes, Morales y el vicepresidente Álvaro García, de perpetuarse en el poder.
Bolivia le dijo “no” en voz alta hace nueve años, pero Evo nunca se resignó. Desde entonces, buscó todos los vericuetos posibles para seguir siendo candidato, sin aceptar el veredicto popular.
En la elección del pasado domingo cometió un error estratégico de gran magnitud: pudo haber mantenido un bloque parlamentario fuerte con sus leales, pero prefirió jugar contra el sistema y apostar por el voto nulo. Hoy intenta presentar esa derrota como una victoria narrativa, pero lo cierto es que es muy difícil capitalizar políticamente un voto que niega las opciones en disputa.
Aquí surge una ironía de la historia. En política importa tanto el modo de entrar como en el que se sale. Evo Morales tuvo la oportunidad de despedirse como un líder exitoso y como un demócrata que supo ceder. Prefirió, en cambio, el camino del desgaste y del personalismo.
Un MAS con músculo social
Mientras tanto, el presidente saliente, Luis Arce, parece haber entendido mejor la importancia del legado: cada vez que insiste en que “rescató la democracia” refuerza su propia figura y hunde un poco más la de Evo.
La dimensión parlamentaria del resultado merece un análisis adicional. El MAS quedó reducido a una mínima expresión, sin senadores y con una representación marginal en la cámara baja. Paradójicamente, esto no fortalece la gobernabilidad. La fuerza social y sindical que respalda al MAS sigue siendo mayor que la reflejada en el Parlamento, lo que podría anticipar nuevas tensiones en las calles y en la capacidad de los movimientos sociales para resistir o negociar con el nuevo Gobierno boliviano.
Evo apostó a jugar fuera del sistema, aunque el éxito no le será fácil: ya no es el joven y rebelde líder indígena de hace tres décadas, sino un burócrata desgastado, cegado por el amor propio y la venganza contra Arce.
Lo que se abre a partir de ahora es un escenario inédito. Paz, vencedor en la primera vuelta, se enfrenta al experimentado Tuto Quiroga en la segunda vuelta del 19 de Octubre 2025. Quienquiera que gane deberá gestionar un mandato de cambio en un país exhausto. Tendrá que responder a un electorado que, en un 94 %, pide un rumbo distinto, y lo hará en un contexto en el que los viejos liderazgos han quedado debilitados, pero no desaparecidos.
Poco o nada queda de la figura ascendente que representaba Evo Morales hace dos décadas, pero conserva redes, capital simbólico y la posibilidad de agitar. El MAS ya no es hegemónico, pero su músculo social lo convierte en un actor difícil de ignorar.
Bolivia cierra así una era política y abre otra cargada de incertidumbre. Lo hace, sin embargo, con la convicción ciudadana de que la democracia vale la pena y merece ser defendida. Y esa, al final del día, es la mejor garantía de futuro.
Carmen Beatriz Fernández, Profesora de Comunicación Política en la UNAV, el IESA y Pforzheim, Universidad de Navarra
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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Author: viajes24horas
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Fuente: republicadominicana24horas.net