Lluís Montoliu, Centro Nacional de Biotecnología (CNB – CSIC)
La biología es contraintuitiva. Nos sorprende casi siempre. Solemos tratar de aplicar la lógica o el sentido común para explicar lo que observamos en la naturaleza. Pero al final descubrimos que, en demasiadas ocasiones, la evolución optó por caminos alejados de lo que cabría esperar, de lo que asumiríamos como la “ruta natural”.
En el ámbito de la genética, esto sucede todo el rato. A finales del siglo pasado, empezamos a disponer de una tecnología suficientemente avanzada para secuenciar (leer) los genomas de los seres vivos, su ADN, su material genético, su libro de instrucciones.
Los genomas son “ristras” larguísimas de miles de millones de letras A, T, G y C que se van sucediendo en todas las combinaciones posibles. El ADN es una molécula en forma de doble hélice, con sus dos cadenas antiparalelas y complementarias. La A siempre está apareada con una T y la G con la C. Y esto lo sabemos gracias a James Watson y Francis Crick, quienes junto a Rosalind Franklin descubrieron la estructura del ADN.
Pequeñitos pero repletos de genes
En el genoma de cada bacteria, levadura, planta o animal están los genes, las unidades funcionales que llevan escrito el diseño, el plan que necesita cada ser vivo para desarrollarse.
Pues bien, el primer ser vivo cuyo genoma fue secuenciado era una bacteria, Haemophilus influenzae, causante de infecciones graves en niños de corta edad (bronquitis, pulmonías, neumonías, meningitis…) y para la cual actualmente ya hay vacunas disponibles. El genoma de este microorganismo patógeno se obtuvo en 1995 y resultó contener exactamente 1 869 genes, suficientes para causar enfermedades.
Al año siguiente, conocimos el genoma de otro ser vivo unicelular: la levadura Saccharomyces cerevisiae, esa que usamos para hacer pan, vino o cerveza, uno de los seres vivos más utilizados en biotecnología. Descubrimos que la levadura tenía 6 600 genes, tres veces y media más que la bacteria anterior.
En 1998 se obtuvo el primer genoma de un animal, el de un gusano de apenas un milímetro de tamaño y unas mil células en total llamado Caenorhabditis elegans. Resultó tener casi 20 000 genes (exactamente 19 985). Algo absolutamente sorprendente: estábamos ante un ser vivo que tenía muchos más genes que células que los expresaban. Dos años más tarde descubrimos el genoma de la mosca del vinagre (o de la fruta), Drosophila melanogaster, que “solo” necesitaba 13 986 genes para vivir.
Los humanos tenemos menos genes que un gusano
Pero la gran sorpresa llegó en 2001, cuando se completó el primer borrador del genoma humano. Naturalmente, las expectativas eran muy altas sobre cuántos genes contendría. Muchos investigadores consideraron que, por lo menos, el genoma de un ser humano (Homo sapiens) debería albergar 100 000 genes, dada nuestra aparente complejidad. Parecía lógico que tuviéramos muchos más que un gusano que apenas se ve a simple vista.
Pero nos equivocábamos: descubrimos que nuestro genoma contiene menos genes de los que necesita el gusano para vivir, exactamente 19 871. Toda una cura de humildad y una nueva constatación de la imprevisibilidad de la biología, que nos recordaba de nuevo que es absolutamente contraintuitiva.
Este resultado inaudito se completó en años sucesivos al obtener en 2022 el genoma del ratón (Mus musculus), con 22 070 genes; el del pez cebra (Dario rerio) en 2003, con 25 592; y hasta el genoma del rodaballo (Scophthalmus maximus), obtenido en 2006, en el que contabilizamos 21 263 genes. Todos nos superaban.
La diferencia no está en el número
¿Cómo puede ser que un gusano, un rodaballo, un ratón o una persona tengan aproximadamente los mismos genes, alrededor de 20 000, y, sin embargo, den lugar a animales tan diferentes? Se debe a que en el ADN no solamente hay genes, sino también secuencias intergénicas (lo que está en medio de los genes).
En los mamíferos, los 20 000 genes ocupan apenas un 2 % de todo el genoma. En el 98 % restante hay secuencias repetitivas y, de forma muy importante, elementos reguladores, los interruptores que determinan cuándo se activa y se apaga un gen y dónde, en qué célula, debe funcionar y en cuál no. Así pues, dos animales muy distintos pueden tener los mismos genes, pero usarlos de forma diferente porque incorporan interruptores distintos.
Para entender la importancia de esos interruptores pensemos en una casa, con una planta baja que consta de dos habitaciones y el recibidor, una primera planta con tres habitaciones y una buhardilla. Se necesitan al menos siete bombillas para iluminar todas estas estancias. La forma más sencilla de usar esas bombillas es que un solo interruptor las encienda o apague todas a la vez, pero resultaría poco práctico. Podemos añadirle tres interruptores más para encender y apagar la planta baja, primera planta y buhardilla por separado. Y si añadimos siete interruptores más (uno por habitación) podremos también encender o apagar cada estancia de forma independiente.
En cada situación tendremos el mismo número de bombillas (el mismo número de genes), pero las usaremos de forma distinta, gracias a la presencia de diferentes interruptores, aumentando la complejidad y la diversidad, es decir, generando nuevas especies de seres vivos.
La jirafa no tiene más vértebras cervicales que el antílope
Casi todos los mamíferos tenemos siete vértebras cervicales. Incluso la jirafa –una nueva sorpresa de la biología– tiene las mismas vértebras cervicales que un antílope, solo que mucho más grandes. De ahí que su cuello acabe siendo más largo. La excepción es el perezoso, que presenta hasta diez vértebras cervicales, lo cual le permite girar la cabeza 270 grados y observar lo que pasa a su alrededor sin necesidad de moverse, haciendo gala de la ley del mínimo esfuerzo que caracteriza este animal. Los interruptores génicos definen cuántas vértebras cervicales tendremos y cómo de grandes serán estas.
Los interruptores génicos también definen, por ejemplo, qué vertebras sostendrán las costillas (las vértebras torácicas) y cuáles no. Los humanos tenemos 12 vértebras torácicas y los ratones, 13. Pero las serpientes pueden llegar a tener 200 o 300 vertebras con costillas a lo largo de todo su cuerpo. Si alteramos experimentalmente el patrón de expresión de un gen con uno de estos interruptores, podemos conseguir un ratón que sostenga costillas en todas y cada una de sus vértebras.
Los genes que definen los segmentos del cuerpo, las vértebras, son los genes Hox, también responsables de que algunos animales presenten unas prolongaciones óseas extraordinarias que surgen de cada vértebra, como ocurre con el rodaballo (y con las espinas de su esqueleto, que tanto nos molestan al degustarlo). Las serpientes han perdido sus extremidades no porque hayan perdido genes, sino porque tienen determinados interruptores génicos desactivados. Estos siguen activos en el resto de los vertebrados, que sí podemos seguir generando patas, brazos, piernas o aletas cuando nos desarrollamos.
¿Cómo se ganan o se pierden estos interruptores? Gracias fundamentalmente a los elementos móviles, los transposones que descubrió la investigadora Barbara McClintock en 1943 estudiando el maíz –y por lo que recibió el premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1983–. Con estos genes saltarines, un gen puede ganar o perder interruptores, que le llegan de otras partes del genoma, modificando dónde y cuándo empezará a funcionar un gen. De ahí que podamos tener animales con un número de genes similar pero con formas muy distintas: por su distinto uso.
Menos genes que un geranio
Para terminar, pensemos en las plantas. ¿Tenemos más o menos genes los humanos que un geranio? La lógica y nuestro sentido común nos llevaría a decir que los animales deben contar con más genes que las plantas. Sin embargo, ocurre justamente lo contrario. La soja (Glycine max) tiene nada menos que 55 897 genes y el maíz (Zea mays), 39 591. Hasta el melón (Cucumis melo) nos supera con sus 28 299. ¿Cómo puede ser? Muy sencillo: las plantas, a diferencia de los animales, no se mueven. Deben resolver todos los problemas que les ocurran allá donde estén, quietecitas, y para ello necesitan muchas más funciones (más genes).
Si les da el sol deben activar genes que les permitan ahorrar y no perder agua. Si una oruga empieza a morder sus hojas, más les vale empezar a activar la producción de toxinas que repelan a esos insectos. De ahí que los extractos de plantas hayan sido el origen de tantos medicamentos que usamos en farmacia para tratar nuestras enfermedades.
Este artículo se inspira en el guión de una conferencia de divulgación científica que el autor impartió en mayo de 2025 en un evento Naukas en CosmoCaixa, en Barcelona, dedicado a la biodiversidad.
Lluís Montoliu, Investigador científico del CSIC, Centro Nacional de Biotecnología (CNB – CSIC)
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.
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Author: viajes24horas
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Fuente: republicadominicana24horas.net